Un futuro con ingresos para todos, no solo por trabajar

El debate sobre un ingreso universal para toda la población viene extendiéndose cada vez más, en momentos en los que el trabajo se hace cada más insuficiente no solo en los países más marginados sino aún en aquellos que son parte del denominado primer mundo.

Recientemente el multimillonario mexicano Carlos Slim sorprendió a hombres y mujeres de negocios de su país al proponer un ingreso universal para todas las amas de casas. Durante su exposición Cumbre de Negocios de México, el empresario, uno de los más ricos del mundo, afirmó que esa retribución directa eliminaría los programas sociales los que, a su juicio, solo acarrean corrupción, clientelismo y gastos burocráticos.

Lo recomendado por Slim está lejos de ser una propuesta trasnochada. La discusión sobre un ingreso universal para toda la población, o al menos una parte importante de ella, es parte de un debate cada vez más presente y no solamente en países pobres.

En este sentido, en este espacio hemos citado y analizado recomendaciones de organismos internacional como el Fondo Monetario sobre el otorgamiento de planes sociales como parte de un estrategia de contención social que morigere la ausencia de ingresos genuinos en vastas poblaciones mundiales.

Finlandia, por caso, puso en marcha una experiencia piloto en un pequeño pueblo. Allí, unos 2.000 desocupados comenzaron a cobrar 560 euros mensuales… a cambio de nada.

La idea de una renta básica universal para todos y todas sorprende por sus entusiastas y variados adherentes. Desde el centroizquierdista Bernie Sanders, ex candidato demócrata y rival de Hillary Clinton en las presidenciales de 2015 hasta figuras de la élite económica de Silicon Valley como el creador de Facebook, Mark Zuckerberg y el cofundador de PayPal y de la automotriz de vanguardia, Tesla, Elon Musk, no son pocos los que consideran con entusiasmo la noción de una renta universal.

La pregunta es por qué la necesidad de este beneficio generalizado.

Una de las respuestas tiene que ver con la insuficiencia que viene mostrando el modelo económico global para terminar con el flagelo de la pobreza. Especialmente a partir de 2008, la prolongada crisis financiera con impacto en la economía real golpeó y seriamente al mundo del trabajo. Esto hizo que el auxilio económico creciera en muchos países y la Argentina no fue la excepción con sus planes sociales. Recientemente se conoció que en Alemania, hoy por hoy la verdadera locomotora de la economía europea, tiene a un 20 por ciento de su población al borde de la pobreza, pese a que desde 2010 la tasa de desocupación viene bajando sostenidamente. La paradoja es que, aún con empleo, se puede ser pobre.

Un dato que agrava la cuestión es que toda nueva industria que surja probablemente necesite menos mano de obra en comparación con sectores productivos ya conocidos. El trabajo humano hoy es prescindible en muchas industrias, especialmente por el desarrollo de nuevos robots y de inteligencia artificial, capaces de suplir a seres humanos en tareas manuales rutinarias y hasta en procesos lógicos.

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En momentos en los que en la Argentina se discute una nueva reforma laboral, pensemos cómo hacer para reducir el trabajo en negro en nuestro país que supera el 30 por ciento de la denominada población económicamente activa. Y no olvidemos que la pobreza está en los mismos valores.

Bajar los porcentajes de gente con una vida de limitaciones es un desafío que se debe lograr dándoles trabajo. Pero en la Argentina, quien viene dando empleo en los últimos años no son justamente las empresas. Ha sido el Estado y lo sigue siendo, quien, pese al cambio de gobierno, continúa aumentando su plantilla de empleados públicos.

¿Por qué las empresas no generaron esos puestos de trabajo? Los argumentos son varios.

Por un lado, la queja viene por el lado del costo laboral, por lo que significa sostener una actividad productiva con empleados que demandan aporte patronales elevados. Seguramente los costos pueden reducirse, aunque quedará por ver qué impacto tendría un ahorro en ese sentido; si efectivamente redundaría en la generación de más empleo. Como decíamos más arriba, el punto crítico es aquel en el que, cuando la población necesita empleo, la economía puede funcionar prescindiendo de él.

Incluso el rendimiento económico positivo no necesariamente implica una mayor demanda de empleo. Experiencias como la de la década del 90 dejan como resultado que el crecimiento económico incluso puede destruir puestos de trabajo; así fue como sucedió especialmente a partir del plan de Convertibilidad, durante el cual la tasa de desocupación pasó del 6 por ciento hasta alcanzar valores en torno al 20 por ciento. El proceso de privatización de empresas públicas y la apertura al mundo modernizaron y agilizaron a la economía, a costas de la pérdida sistemática de puestos de trabajo.

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Como conclusión, digamos que crecer económicamente no implica incorporar necesariamente a empleados al mundo del trabajo. La actualización productiva de la industria y la competencia sin reaseguros con mercados externos, puede y es probable que destruya empleos. Será el actual gobierno de Cambiemos el que deba buscar el punto de equilibrio para lograr todo a la vez, sin que los indicadores sociales vuelvan a hundirse, como pasó hace 20 años.

en tiempos de Sustentabilidad, la reflexión final viene por el lado de qué economía queremos, con qué impacto social. Si apostamos por industrias de baja densidad de trabajadores o bien si nos jugamos por economías que promueven integración laboral y oportunidad de negocio identificado con cada provincia. Hablamos de las economías regionales, esas sobre las que pesa una larga crisis de varios años de duración, sin que hasta ahora hayan surgido compromisos políticos efectivos para sacarlas de la anemia productiva.

Más economía con trabajadores y menos negocio con pocas manos obreras, pareciera ser el camino por el que la economía argentina podría encontrar una senda de recuperación. El amago del gobierno por querer aumentar los impuestos sobre negocios regionales como el del vino fue una pésima señal política, afortunadamente resistida. Sin embargo, queda el sabor amargo por un gobierno que no muestra tener una mirada sobre el valor económico y social de la producción nacional, hecho que queda demostrado por la decisión de mantener vivo el negocio financiero con herramientas como las Lebacs, con tasas de interés que rozan el 30 por ciento y con un endeudamiento externo que se viene abultando mes a mes, sin solución de continuidad. Todo a costas de la convicción política del gobierno de que dichas variables constituyen una política eficiente para reducir las tasas de inflación, algo que todavía no se concretó, con un costo financiero a futuro que veremos cómo se afronta.

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